Tomo un libro del estante, lo abro y me dispongo a leer. Trato de despejar mi mente, evadiendo cualquier distracción posible. Comienzo. Mis ojos recorren cada página. Puntos, comas, vocales, consonantes, simples símbolos que, usados adecuadamente, pueden lograr una genial composición. Las metáforas se funden con los símiles formando una grandiosa imagen en mi mente. Las personificaciones realzan su genialidad y las hipérboles la llevan a su máximo esplendor.
De vez en cuando algunas letras, inclusive palabras, evaden mi lectura. Pierdo el sentido de lo leído y la imagen se torna borrosa. Debo mirar atrás, releer y es como si de un soplido la neblina sobre ella se esfumara.
Continúo leyendo y mis párpados se tornan inquietos. Me resulta contradictorio y molesto que algo que disfruto me genere sueño algunas veces. Me niego a ceder a sus embates. Me muevo de un lado a otro, echo agua en mi rostro, llego inclusive a golpearme con tal de permanecer atento; talvez lo logre, mas en el intento pierdo nuevamente el hilo de la lectura y la imagen ya creada. La grandiosa Roulettenburg, con sus mesas de juego y lujosas edificaciones, se derrumba ante mí en un instante. Debo reconstruirla, releer, salvarla del olvido. Logro hacerlo y el relato prosigue con normalidad, incluyendo los inconvenientes ya mencionados.
Un sonido extraño de vez en cuando, una llamada o la súplica de mi estómago por un bocado de algún alimento, son otras de las habituales distracciones que logran cortar la cinta de la película que en mi cerebro se proyecta.
En algún momento decidiré que por el día de hoy he leído lo suficiente. Un simple trozo de papel usado como separador señala el camino recorrido. La imagen se congela hasta que mis manos decidan volver a abrir el libro. El ciclo se repetirá. Finalmente, mis ojos tropezarán con un diminuto, pero significativo, punto final.
Luego otro libro será víctima de mi lectura amateur.